No sé ustedes pero a mí me gusta controlar. Sí, soy controladora por naturaleza, me cuesta delegar, no me gusta pedir ayuda a menos que de verdad la necesite y cuando algo escapa de mi control mi cortisol puede elevarse mucho. La buena noticia es que me encuentro en el camino de aceptar que no se puede controlar todo.
Seguramente muchos se identifican con este pequeño problema. ¿Cuántas veces hemos deseado que el tiempo se detenga para poder acabar nuestros pendientes, o que las cosas sucedan exactamente como queremos a pesar de saber que no siempre puede ser así? Y si las cosas no suceden como queremos nos enojamos, nos viene la famosa ansiedad, la desesperación y el estrés porque no podemos controlarlas por completo.
Finalmente alguien nos tiene que decir que no estaba en nuestras manos que se fuera la luz y perdiéramos el trabajo que estábamos haciendo en la computadora (aunque pudimos haber guardado los archivos como previsión, já), que no podíamos controlar que el metro se atorara 10 o 15 minutos y eso provocó que llegáramos tarde o que no estuvo bajo nuestro control evitar que nos corrieran del trabajo como yo comprenderé.
No todo en la vida es control
Al ser personas controladoras nos olvidamos de que todo tiene un flujo, una forma de suceder y que todo sucede por y para algo: aprender una lección podría ser una buena forma de verlo. El control no debe serlo todo en el día a día. Está bien controlar nuestros pensamientos negativos, controlar nuestros hábitos o nuestros gastos. Pero querer controlar cada cosa o persona que está en nuestra vida sencillamente no es posible porque la vida no funciona así. Existe el caos, lo impredecible, los obstáculos, la autonomía y las malas jugadas del destino.
Perder el control estresa
Pero claro, sobre todo si estamos acostumbrados a (querer) manejar todo y más todavía cuando se padece un trastorno psicológico porque tener el control se vuelve crucial. Para ponerles un ejemplo a mí me estresa mucho el hecho de que me cambien la rutina que llevo sin previo aviso, sobre todo ahorita con la pandemia, el encierro y el desempleo que vivo. Llevo una rutina muy férrea (lo cual no está tan bien, lo sé).
Si tengo que realizar un trámite para mi mamá o necesito ir al super lo planeo con uno o dos días de anticipación para que esa actividad interfiera lo menos posible con el resto de mi rutina. Pero si por alguna razón resulta que el gato de mi mamá se enfermó y hay que llevarlo al veterinario en ese momento o me quedo sin servicio de tele por cable porque se cayó el poste de la calle, eso me pone verde porque son cosas que surgen y que no esperaba, pero sobre todo porque son cosas que no puedo controlar.
Resiliencia ante todo
Si hay algo que he aprendido en estos siete meses que llevo sin trabajar y encerrada en casa es a comprender que de vez en cuando está bien soltar el control y dejar que las cosas pasen. Que debo sobreponerme a las malas situaciones y ser más resiliente. No puedo controlar lo que piensan, sienten o hacen las demás personas, tampoco lo que va a sucederme en el siguiente minuto. Así es que he comenzado a aprender a controlar más mi estrés sobre no poder hacer que las cosas ocurran cuando y como quiero. Estoy comprendiendo que la vida nos pone obstáculos para aprender de ellos y crecer como seres humanos, y que hay muchas cosas y situaciones que no son mi responsabilidad y que pasan porque así tenía que ser. Eso es la resiliencia.
Aún hay trabajo por hacer
Tengo mucho de mí en qué trabajar para que mis niveles de cortisol no se eleven y evitar estresarme por tonterías que no puedo controlar. Espero lograrlo pero mientras debo decir que me estresa mucho no haber podido encontrar trabajo todavía.
Gracias por leerme 🙂